Llevo días pensando en cómo escribir esta entrada del blog, comenzándola cientos de veces en mi cabeza, borrándola y volviendo a empezar. Ojalá nunca hubiera tenido que escribirla, pero tú y yo sabíamos que lo nuestro no era para siempre. Conocíamos las reglas del juego desde el comienzo y, aun así, decidimos jugar. Qué juego tan cruel es la vida, que nos pone y nos quita a veces sin siquiera pedir permiso.
Hace dos semanas y cuatro días que te fuiste y todavía intento digerir que ya no volveré a tenerte entre mis brazos, ni a sentir tu suave pelaje entre mis dedos. Dos semanas y cuatro días en los que cada minuto sin ti han sido los más tristes de mi vida.
Ojalá no tuviera que escribir esta entrada del blog, pero siento que debo hacerlo, que te lo debo. Es lo correcto. Si te escribí decenas de posts cuando llegaste a mi vida, y otros tantos durante los meses en que nos estuvimos conociendo, siento que ahora, más que nunca, también mereces que estos torpes dedos vuelen sobre el teclado y traten, a duras penas, de dedicarte la despedida que creo mereces.
Antes de continuar, me veo obligada a hacer una advertencia al lector. Si hace poco que has perdido a tu mascota, o eres muy sensible ante el duelo y la pérdida, o eres un miembro de mi familia que crees que no podrás soportar leer este post, puede que no debas seguir leyendo. Quizás yo me sienta preparada para escribirlo, pero tal vez vosotros no lo estéis aún para leerlo. Es más, no me importa si nadie lo lee. Solo lo escribo para ella, que de todos modos no podrá leerlo. Pero yo siento que se lo debo. Así que si os apetece seguir leyendo, adelante. Si no, no os preocupéis, lo entenderé. Nos reencontraremos en el siguiente post.