Archivo de la categoría: Reflexiones

A mi ángel de cuatro patas

Brilyn, mi perra guía, y yo posando en cuclillas y abrazadas en el salón de casa

Brilyn, mi perra guía, y yo posando en cuclillas y abrazadas en el salón de casa

Llevo días pensando en cómo escribir esta entrada del blog, comenzándola cientos de veces en mi cabeza, borrándola y volviendo a empezar. Ojalá nunca hubiera tenido que escribirla, pero tú y yo sabíamos que lo nuestro no era para siempre. Conocíamos las reglas del juego desde el comienzo y, aun así, decidimos jugar. Qué juego tan cruel es la vida, que nos pone y nos quita a veces sin siquiera pedir permiso.

Hace dos semanas y cuatro días que te fuiste y todavía intento digerir que ya no volveré a tenerte entre mis brazos, ni a sentir tu suave pelaje entre mis dedos. Dos semanas y cuatro días en los que cada minuto sin ti han sido los más tristes de mi vida.

Ojalá no tuviera que escribir esta entrada del blog, pero siento que debo hacerlo, que te lo debo. Es lo correcto. Si te escribí decenas de posts cuando llegaste a mi vida, y otros tantos durante los meses en que nos estuvimos conociendo, siento que ahora, más que nunca, también mereces que estos torpes dedos vuelen sobre el teclado y traten, a duras penas, de dedicarte la despedida que creo mereces.

Antes de continuar, me veo obligada a hacer una advertencia al lector. Si hace poco que has perdido a tu mascota, o eres muy sensible ante el duelo y la pérdida, o eres un miembro de mi familia que crees que no podrás soportar leer este post, puede que no debas seguir leyendo. Quizás yo me sienta preparada para escribirlo, pero tal vez vosotros no lo estéis aún para leerlo. Es más, no me importa si nadie lo lee. Solo lo escribo para ella, que de todos modos no podrá leerlo. Pero yo siento que se lo debo. Así que si os apetece seguir leyendo, adelante. Si no, no os preocupéis, lo entenderé. Nos reencontraremos en el siguiente post.

Sigue leyendo

Por qué el doblaje es inclusivo

Últimamente estoy percibiendo mucha polémica en torno al tema del doblaje. Sobre todo, leo discusiones en las redes sociales sobre el eterno debate: doblaje versus versión original (VO). Esto no es nada nuevo. Ya sabemos que las redes sociales son el perfecto campo de batalla para grandes y encarnizadas luchas de opinión en las que todos hablan sin respetar al de enfrente y sin prestar atención a sus argumentos.

En este caso, quizás porque me afecta directamente, pero me llama mucho la atención lo radical de las personas que adoptan una postura contra el doblaje. Llegan a decir, directamente, que debería desaparecer para que “todos” podamos aprender idiomas y “evolucionar culturalmente”.

Hay quien opina que todo el contenido audiovisual —series o películas— debería dejarse en versión original y como mucho, ofrecer la opción de verlo con subtítulos (VOS).

Los argumentos clásicos que se suelen esgrimir en contra del doblaje son siempre los mismos: que si fue un invento del franquismo; que si se creó para la población analfabeta y que nos impide progresar; que si esto afecta a nuestro aprendizaje de los idiomas; que si adultera el producto original…

El actor de doblaje y locutor Marcel Navarro ha respondido a estas cuestiones en su cuenta de Twitter. Y como él lo explica maravillosamente, he querido reproducir aquí sus argumentos.
Sigue leyendo

De sueños, pasiones y ciegos pintores

Hace poco recibí la consulta de una persona cuya pérdida de visión le había obligado a abandonar sus estudios de bellas artes. La pasión de toda su vida era pintar, pero debido a esa pérdida gradual de su visión, se había visto obligada a tomar la dura decisión de dejarlo y reorientar su vocación. Me contaba que siempre le había gustado la publicidad, escribir y el mundo del periodismo. Aunque no tanto como la pintura, pero era otra manera de dar rienda suelta a su creatividad. Al fin y al cabo, me decía, escribir es pintar con palabras.

Sumida en esta reflexión interna sobre su futuro, me pedía mi opinión sobre si debía estudiar una carrera y tratar de estar lo más formada posible, o formarse por su cuenta. Era consciente de que debido a su limitación visual tendría que ser la mejor en aquello que escogiese hacer, pero también le habían dicho que hoy en día, con cursos y experiencia suficiente no era tan necesario tener un título universitario.

Ella quería conocer mi opinión, y a pesar de que yo no soy ninguna experta –ni tampoco lo pretendo-, le dije que solo podía aportar mi experiencia vital, si eso le servía. En cuanto a estudiar o no una carrera, yo siempre he sido partidaria de la formación. Si ya lo tenemos complicado por el hecho de la discapacidad visual, cuanta mayor sea nuestra formación académica mucho mejor. Ya sea con una licenciatura, un máster, grado, cursos, lo que sea, pero necesitas algo que acredite que estás formada y capacitada para hacer aquello que te gusta. Es cierto que por el hecho de ser mujer y además con una discapacidad, vamos a tener que demostrar el doble –o el triple- que otras personas. Por eso, si logramos tener un currículum lo más completo y brillante posible, lograremos alcanzar antes lo que nos propongamos. A no ser que seamos auténticos genios o tengamos un talento brutal. Y aún así, seguramente nos costaría mucho trabajo que nos dieran la ocasión de demostrarlo.

Recuerdo que una vez, alguien más sabio y con más experiencia que yo me dio un consejo que siempre he valorado muchísimo:

Una vez que hayas elegido aquello a lo que quieres dedicarte el resto de tu vida, intenta ser la mejor en ello, con pasión y humildad, respetando al resto y sin pasar por encima de nadie. Da lo mejor de ti y dormirás tranquila cada noche.

Y así lo creo.
Sigue leyendo

Convivir con la ceguera: ¿La edad influye?

Una lectora del blog me ha planteado una pregunta muy interesante que creo que merece que le dediquemos, como mínimo, un tiempo de reflexión.

La consulta de esta persona, que padece glaucoma y teme seguir perdiendo visión, era la siguiente:

“Tengo 21años y no sé si la edad afecta en algo para aprender a vivir como invidente.”

Si me permitís la reflexión, no sé hasta qué punto se llega a vivir alguna vez como invidente. Es decir, ¿existe la vida como invidente? Bajo mi punto de vista, se vive como persona, y después, te intentas adaptar a las circunstancias. Pero aceptando este matiz, entiendo la pregunta.

¿Qué pensáis? ¿Creeis que la edad puede llegar a influir a la hora de adaptarse a la vida como invidente?

Después de darle algunas vueltas a esta cuestión, yo creo que más que la edad, lo que realmente importa a la hora de adaptarse es la mentalidad de la persona. Da igual que tengas 15 o 45 años, lo importante es ser fuerte y mentalizarse de que la vida continúa y que hay cosas muchísimo peores que perder la vista.

Como ya he contado alguna vez, yo me quedé ciega con 17 años y gracias al apoyo de mi familia y de la ONCE, y de mis ganas de ser alguien en la vida, pude estudiar lo que me gustaba, salí con mis amigos, conocí a la persona que hoy es mi marido y tengo un trabajo haciendo lo que más me gusta.

La discapacidad, como siempre digo, está en la mente de las personas.

Tampoco podemos negar la evidencia de que nuestra capacidad de adaptación es más flexible cuanto más jóvenes somos. Aprendemos más rápido y no estamos tan “viciados” ni tenemos tantos prejuicios como cuando vamos creciendo. Alguien que pierde la vista a los 10 años, por ejemplo, tal vez lo asuma con mayor naturalidad, porque los niños no tienen esa capacidad de reflexión y de plantearse por qué les pasa lo que les pasa. Siguen su aprendizaje, y obviamente les será más costoso que si jamás hubiesen perdido la visión… pero creo que asimilarían su nueva situación con mayor rapidez.

En cambio, las personas que se quedan ciegas ya siendo mayores o incluso ancianas, suelen ser más reticentes al cambio. Tienen, por cuestiones culturales y de generación, más prejuicios e ideas preconcebidas. Además, somos animales de costumbres, y cuando llevamos más de 30 años, por ejemplo, haciendo las cosas de una determinada manera, y de pronto nos toca desaprenderlo todo y reaprenderlo de otra forma, es más duro. Esto probablemente les hará más dependientes y reacios al cambio, y en muchos casos son más reticentes a intentar adaptarse a su nueva realidad.

Evidentemente aquí solo podemos teorizar y generalizar, ya que estoy segura de que habrá casos en los que una persona que se queda ciega con más de 50 años, con buena voluntad se puede llegar a adaptar fácilmente, al igual que a la inversa: conozco casos de personas que perdieron la vista siendo muy jóvenes y tardaron años en asimilarlo porque no querían aceptar su nueva situación. Incluso, hay personas que no llegan a adaptarse nunca, que sencillamente, se niegan a aceptar el cambio y ponen todo su empeño en ser infelices y transmitir su infelicidad al resto del mundo.

Con lo cual, mi conclusión es la que he planteado al inicio de este post: más allá de la edad en la que una persona pierda la vista, lo que más le puede influir a la hora de adaptarse es su actitud. La forma en la que nos lo tomamos, cómo nos enfrentamos a esa nueva realidad que nos toca vivir, será crucial para que podamos seguir adelante.

Otra circunstancia que considero vital para que alguien pueda llegar a adaptarse, o como decía nuestra lectora, a vivir como invidente, es el entorno. La actitud que tengan con nosotros las personas de nuestro alrededor, la familia y amigos, es fundamental. Si nos tratan con condescendencia o con lástima y nos dejan percibir su pena, nos será muchísimo más difícil asimilar que podemos seguir adelante con nuestra vida.

En cambio, si la familia comprende que debe apoyar en todo lo posible a la persona, sin tratarle con condescendencia y ofreciéndole ayuda solo cuando realmente lo necesite, esto ayudará mucho a que la autoestima de la persona ciega se fortalezca poco a poco.

Esto obviamente solo es mi opinión, por lo que si alguien quiere aportar la suya, o contar cual fue su experiencia, será muy bienvenida.

Y recordad que si teneis cualquier duda, pregunta o sugerencia, podeis hacerlo a través del formulario de contacto o enviando un e-mail a la dirección viviendoatientas@gmail.com

¡Nos seguimos leyendo!

Un plan para los 30

Sí amigos. Este mes he cumplido la cifra redonda. Al principio he de confesar que me sentí un poco deprimida. ¿Por qué? os preguntaréis. Para explicarlo no he encontrado mejor modo que utilizando este fragmento de mi serie preferida, Friends.

El día de su 30 cumpleaños, una deprimida Rachel se da cuenta de que solamente necesita un plan para alcanzar sus objetivos.

Echadle un vistazo al vídeo.

El plan de Rachel al cumplir los 30

Al igual que ella, yo tenía mi vida perfectamente planificada y estructurada. Cuando tenía 18 años tenía claro que quería estudiar periodismo, viajar mucho, aprender idiomas, conocer a alguien maravilloso del que me enamoraría perdidamente y que seguramente me rompería el corazón… Y tras una trágica ruptura, quizás volveríamos a empezar o quizás no. Lo único que tenía claro era que quería casarme antes de los 30. En el mar, a ser posible. En un barco, para ser más exactos. Y quería tener al menos 3 hijos, uno de ellos antes de los 30, para poder disfrutar de ellos siendo aún joven. Además sacaría tiempo de sobra (no sé de dónde) para escribir varias horas al día y publicar mi primera novela antes de los 25, como Cecelia Ahern. ¡Ahí es nada!

Doce años después y con una terrible crisis económica y social de por medio, aquí nos encontramos, mi plan y yo, cara a cara.

¿Cuántos de esos sueños has logrado alcanzar? Me pregunta él.

Y no sé qué responder. Ya que muchos los he logrado, pero no por el camino que yo había imaginado, ni con el resultado que yo esperaba.

Logré estudiar algo que me apasionaba: la comunicación y el periodismo. Actualmente trabajo en lo que me gusta, desarrollando contenidos que me permiten analizar diferentes formas de comunicar mensajes y dando rienda suelta a mi vena creativa. ¿Era el trabajo que soñaba a los 18 años? Seguramente no. O quizás sí… Pero puedo decir con orgullo que me dedico a aquello que me gusta y que sé hacer mejor.

¿Me imaginaba haciendo alguna otra cosa? Quién sabe. Tal vez me habría gustado desarrollar una carrera más creativa como guionista de series, que ahora están tan de moda. Obviamente me chiflaría poder vivir de lo que escribo, pero ¿quién puede hacer eso hoy en día? Solo George R. Martin y un puñado de afortunados más.

Mientras tanto, tengo un empleo que me permite pagar las facturas, vivir con mi pareja y poco a poco ir formando un hogar.

¿Viajé mucho? Reconozco que no tanto como me habría gustado, por falta de dinero, casi siempre. Con la crisis económica que ha sufrido nuestro país, vi mi carrera profesional bastante postergada. O más bien ralentizada, porque realmente, nunca dejé de hacer cosas. Siempre estuve colaborando acá o allá, escribiendo esto y lo otro. Hasta que al fin, en 2013 llegó mi oportunidad laboral y la aproveché.

He viajado pero de otro modo muy distinto al que me había imaginado cuando tenía 18 años. Ahora camino junto a una golden retriever que guía mis pasos allá donde voy. Gracias a ella he caminado por sitios que antes jamás me habría imaginado. Ahora soy más libre, más independiente y camino con mayor seguridad por la calle. Y a pesar de que aún nos queda mucho camino por andar, estoy segura de que el trayecto hasta aquí no habría sido igual sin ella. Por eso, gracias, peluda.

¿Viví la gran historia de amor que esperaba?

¿Y quién no? O yo soy una romántica empedernida (que lo soy), o quien más quien menos ha sufrido por amor. Yo debo reconocer que he tenido la suerte de vivir mi historia de amor sin sufrir demasiado. Al menos, ha sido más o menos tranquila y sin demasiados sobresaltos.

¿Me casé antes de los 30?

Rotundamente no. Pero nuevamente, porque la situación no lo permitió antes. Sin embargo, este año puedo decir que cumpliré ese sueño. Dentro de apenas un mes, mi chico y yo nos estaremos dando el sí quiero y nos convertiremos legalmente en marido y mujer. Y con ese paso, habremos cumplido el que era un sueño para los dos desde hacía mucho tiempo.

¿Escribí mi primera novela?

Este proyecto es sin duda el que más me duele no haber alcanzado… Porque siempre está en progreso. Tal vez nunca encuentro la fuerza o el coraje para llevarlo a cabo. Tal vez, es tan importante para mí hacerlo bien, que temo fracasar cuando lo termine. Por eso siempre encuentro escusas para no sentarme a seguir escribiendo.

La idea está ahí. Los personajes están en mi cabeza, las tramas, los giros, los secretos y los obstáculos contra los que tiene que luchar el protagonista… Entonces, ¿por qué nunca la termino?

No lo sé. Tal vez no me crea capaz, en el fondo. Tal vez soy una cobarde.

Pero, si he llegado hasta aquí y he alcanzado todo lo demás… ¿por qué no voy a luchar por ese sueño también?

Solamente quería compartir con vosotros estas reflexiones íntimas de una treintañera reflexiva que últimamente, se ha parado a replantearse hasta dónde ha llegado, si está donde quería estar y cómo continuará avanzando por el camino de baldosas amarillas…

Para terminar, no quería cerrar esta entrada sin darle un toque de humor. De nuevo, con mis queridos personajes de Friends 😉

Escena de Joey: «¡Por qué, Dios, por qué!»

¿Capaz o incapaz?

Hay una película francesa titulada ‘Quiéreme si te atreves’ (Jeux d’enfants), donde dos amigos que se conocen desde niños, Julien y Sophie, convierten el juego de ¿Capaz o incapaz? En su forma de vida. Uno reta al otro a hacer diferentes locuras, y si el otro lo logra, gana a cambio una caja que le otorga de nuevo el poder de retar al otro. Así hasta el infinito. De niños los retos son juegos medianamente inocentes, como burlarse de la profesora en clase, pasarse 24 horas en silencio, etc. Pero a medida que ambos van creciendo, los retos se van volviendo cada vez más peligrosos… al tiempo que infieren en sus vidas personales.

Sinopsis de Quiéreme si te atreves:

El pequeño Julien recibe un regalo de su madre: una pequeña caja de hojalata a la que le tiene mucho aprecio. Entonces entabla amistad con una compañera polaca de clase llamada Sophie y deciden jugar a un curioso juego: capaz o incapaz. Quien tiene la caja le propone algo al otro y si acepta, tendrá como premio la caja. Es decir, proponer algo al otro. Pero, con el paso de los años Julien y Sophie pasan a otra fase del juego, una fase más peligrosa.

¿Capaz o incapaz?

Con esa pregunta, Julien y Sophie se van lanzando retos a lo largo de su vida. Y el otro, por orgullo, por el placer de vencer al otro y ganar el derecho a retarle, hace lo posible por llevar a cabo el reto.

¿Nunca habéis sentido esa imperiosa necesidad de demostrar que podéis hacer algo? Ya sea demostrárselo a alguien, o simplemente, a vosotros mismos. ¿Y no habéis experimentado esa sensación de orgullo que te invade cuando lo logras y te das cuenta de que fuiste capaz de realizarlo? En ese momento, crees que nada podría ponérsete por delante.

Desde que era niña, mis padres siempre me han dicho que he sido muy testaruda, que he luchado por lo que quería y que al final, siempre he terminado lográndolo. Yo no lo llamo cabezonería ni testarudez (aunque es cierto que se necesitan dosis de ambas), si no que más bien lo considero perseverancia.

Si tienes claro lo que quieres y sabes cuál es el camino para alcanzarlo, ¿por qué no luchar por ello?

Cuando estudiaba el último año de bachillerato sufrí una recaída en mi enfermedad de los ojos. Tuvieron que operarme de urgencia a primeros de septiembre y estuve más de mes y medio sin poder ir a clase. En aquel momento hasta pensé en dejarlo. Tomarme un año sabático, descansar y recuperarme. Me daba pánico volver a clase con el curso ya empezado y no ser capaz de ponerme al día con el resto de mis compañeros. Se trataba de 2º de bachillerato, el año previo a la Selectividad y el más difícil de la secundaria. No me veía con fuerzas de retomar los estudios, y mucho menos llegar con el curso ya avanzado. Al final mis padres me animaron a intentarlo. ¿Qué podía perder? Siempre podía ir, escuchar las lecciones, tratar de enterarme de lo que pudiera y ponerme al día en Navidad. Y así lo hice. Volví a clase a finales de octubre, con mucho miedo y agobio porque era un año difícil. Pero con ayuda de mis compañeros, que se portaron de manera ejemplar conmigo prestándome todos los apuntes que habían dado hasta la fecha y explicándome todo lo que no entendía, finalmente logré ponerme al día y alcanzarles. Y mucho antes de las Navidades. En junio me presenté a la Selectividad junto con el resto de mis compañeros y aprobé con buena nota. Y entonces recordé que solo 9 meses atrás había estado a punto de tirar la toalla.

Un par de años más tarde, ya en la Universidad, me topé con la asignatura más difícil de Periodismo: Introducción a la Economía. Para alguien como yo, que venía de estudiar el bachillerato de letras puras, 100% de Humanidades y que le dices “¿Tres por cinco? Y se bloquea… Imaginaos lo que fue tratar de entender las curvas de la oferta y la demanda, las cuentas de contabilidad, el PIB, el IRPF y las cuentas de resultados. Fue una pesadilla. Y arrastré la asignatura hasta el último año de Universidad. Si me había presentado seis veces al examen, las seis veces lo había suspendido. Llegó un punto en el que hasta tenía miedo de enfrentarme a la asignatura. Estaba totalmente bloqueada y veía que no iba a ser capaz de terminar la carrera por culpa de aquella asignatura maldita.

Al final, el último año de Universidad me dije que ya estaba bien. Que ya bastaba de lamentarse y autocompadecerse. Si otras personas habían podido aprobarla, ¿por qué no iba a poder yo? Solo tenía que cambiar el chip en mi cabeza, enfrentarme a ello con otra mentalidad y otra visión. Y gracias al empujoncito que me dio mi hermano (fue parte importante en ese proceso), que me ayudó a estudiarlo de otra forma y entenderlo, finalmente conseguí aprobar la asignatura.

Cuando decidí independizarme de la casa de mis padres y marcharme a vivir con mi pareja, muchas personas creían que no seríamos capaces de lograrlo. Que necesitaríamos a alguien que viniera a limpiar, a cocinar, a planchar… Pero yo quería aprender a hacerlo por mí misma. Y traté de aprender. Y hasta que no lo logré, no paré. ¿Cómo explicarles a esas personas que yo sentía una gran satisfacción al cocer mis primeros macarrones? ¿O al planchar mi primera camisa? Lloré, maldije, me rendí y me levanté cientos de veces. Pero insistí e insistí, y al final, fui capaz de lograrlo.

Lo mismo me ocurrió la primera semana que pasé con Brilyn. Aquella preciosa golden retriever que se suponía que debía guiarme por las calles y sustituir al bastón blanco que me había acompañado hasta entonces, se negaba a hacerme caso. Era testaruda, demasiado joven, nerviosa, y solo ahora comprendo que también estaba asustada. Igual que yo.
Aquella primera semana llamaba a casa llorando, desesperada porque no conseguía que la perra guía me obedeciera. Quería volver a casa, dejarlo todo, coger mi bastón blanco y olvidarme del perro. Pero veía que mis compañeros lo iban consiguiendo poco a poco. Que sus perros se iban adaptando, y que poco a poco iban consiguiendo que les hicieran caso y les guiaran sin chocarles. ¿Y por qué yo no? ¿Por qué iba a ser yo la única a la que el perro no hiciera caso? Me armé de paciencia, de ánimo y de galletitas, y poco a poco, Brilyn y yo fuimos confiando más la una en la otra. Era solo cuestión de tiempo, de paciencia y de confianza. Porque a las dos semanas ya empecé a obtener resultados. Y ahora, cuatro años después, no sabría caminar sin ella a mi lado.

En mi opinión, se trata de tener muy clara la meta que quieres alcanzar. ¿Cuál es tu objetivo? Ya sea independizarte, aprobar una asignatura, aprender inglés, dejar de fumar, hacer macramé o tener un hijo. Si es tu sueño y tienes claro lo que quieres, trata de luchar por ello. Aunque la gente te diga que no puedes, o que es imposible. Demuéstrales que están equivocados. Aunque tú mismo creas que no puedes hacerlo. Es increíble la cantidad de cosas que podemos llegar a lograr si nosotros mismos creemos que podemos hacerlo.

«Nunca dejes que nadie te diga que no puedes hacer algo. Ni siquiera yo, ¿vale? Si tienes un sueño, tienes que protegerlo. Las personas que no son capaces de hacer algo te dirán que tú tampoco puedes. Si quieres algo ve por ello y punto.»

(Will Smith, En busca de la felicidad)

Para mí, ahora, en este punto de mi vida, hay dos cosas que deseo por encima de todas las demás. Una es escribir un libro, y la otra… Algún día os lo diré. Para ello, sé que tengo que poner un gran esfuerzo de mi parte, sacar tiempo de debajo de las piedras, disciplina para ponerme a ello y fuerza de voluntad para dedicarle todos los días un rato. Aún estoy en esa fase de creer yo misma que soy capaz de lograrlo… Pero sé que como todo lo demás, algún día lo conseguiré.

¿Y vosotros? ¿Qué sueños os quedan por alcanzar? ¿Qué cosa creíais que jamás ibais a lograr y al final lo conseguisteis? ¿Qué fue lo que os decían que no podríais hacer y demostrasteis que podíais hacerlo?

Ser normal está sobrevalorado (Mi colaboración en La Encuadre)

El siguiente artículo lo escribí como firma invitada para la revista cultural La Encuadre, en su número de mayo. Esta publicación digital de carácter mensual quiso dedicar su novena edición a los «raritos y marginados». Me pidieron colaborar con un texto personal, relacionado o no con el tema del mes… Y este fue el resultado.

Ser normal está sobrevalorado

«Hola, mi nombre es Patricia. Soy periodista. He trabajado en…»

¿Qué más da? Normalmente, la gente solo me escucha hasta la mitad de la frase. El resto de la información se pierde mientras observan mis ojos de párpados caídos y a mi compañera, Brilyn. En cuanto ven a mi perra guía, siempre fiel a mi lado, y se dan cuenta de que soy ciega, todo lo que diga tras el saludo inicial se pierde, porque la gente se queda pensando en que soy ciega. “¿Cómo ha podido estudiar periodismo?” “¿Podrá trabajar?” -se preguntarán. Porque aún hoy, la sociedad no está mentalizada de que alguien con una –llamémosle así- “discapacidad” puede, gracias a los avances tecnológicos, estudiar, trabajar y llevar una vida lo más normalizada posible.

Aún sigo encontrándome gente que me para por la calle y me pregunta si tengo cupones para el viernes, o que si sé el número que salió ayer. Porque en realidad, la gente sigue asociando ciego con cupones. Al igual que ven a una persona en silla de ruedas y piensan: “Pobrecito”. O ven a un grupo de personas con discapacidad psíquica en la parada del bus y piensan: “Mírales, pobres, van al centro especial para disminuidos”. Porque existe un gran desconocimiento en nuestra sociedad acerca del grado de inserción –real- que a día de hoy alcanzan las personas con una discapacidad –o diversidad funcional-.

No sirve de nada que me presente con mi currículum y exponga mi trayectoria profesional a lo largo de los últimos cinco años. No se van a fijar en mi licenciatura, ni en los cursos que realicé a posteriori para continuar mi formación. NI siquiera valorarán si hablo inglés, si tengo manejo de aplicaciones informáticas o perfil en las redes sociales. Preguntas normales que le harían a cualquier candidato “normal”. La primera impresión que se llevarán de mí, al menos en los 30 primeros segundos, será: “Mírala, pobrecita, no ve nada”.

Porque nos llama la atención todo aquello que se sale de “lo normal”. Entendiendo por normal aquello que se sale de nuestros parámetros de estándar, lo que no es cotidiano, lo excepcional, lo que no vemos diariamente. Cuando se nos presenta delante, algo hace click en nuestra cabeza, descentramos nuestro foco de atención y por unos instantes nos quedamos flasheados. Hasta que ubicamos el nuevo elemento distorsionador, y nuestro perfecto mundo de normalidad vuelve a encajar como las piezas de un puzle perfecto. Porque seamos sinceros, cuando vemos algo extraordinario que se sale de nuestros parámetros, en seguida nuestra cabecita ordenada tiende a buscarle una etiqueta para poder catalogarlo, ordenarlo en su categoría, y meterlo en su cajón correspondiente de cosas que entendemos como “normales”.

Yo creo sinceramente que la normalidad está sobrevalorada.
¿Quién puede afirmar, categóricamente, que es normal?
¿En base a qué? ¿Comparado con qué?

Todos, quien más quien menos, tenemos nuestras pequeñas manías y defectos. Hay quien necesita ordenar su ropa en el armario por colores y estaciones del año. Mi madre, por ejemplo -perdóname mamá, voy a contarlo- tiene por costumbre tender la ropa utilizando pinzas del mismo color para cada prenda. ES decir, si al tender una camiseta pone una pinza azul en un extremo, la que coloque al otro extremo para sujetar la camiseta tiene que ser también azul. Una vez intentó no mirar al irlas cogiendo, tender la ropa sin más y no prestar atención al color de las pinzas.
Al cabo de una hora tuvo que volver, descolgar la ropa y volver a tenderla poniendo las pinzas del mismo color.
Tengo una amiga que en el ordenador, cuando abre varias ventanas del navegador -Facebook, correo electrónico, Twitter, MSN, etc- tiene que tenerlas siempre colocadas en el mismo orden, abajo en la barra de Inicio. Si no las tiene colocadas siempre de la misma manera se bloquea, se pone nerviosa y se incomoda hasta tal punto, que alguna vez la he visto cerrarlo todo para volver a irlas abriendo una a una y tenerlas colocadas a su gusto.
¿Normal? ¿Anormal? Yo creo que son pequeñas manías que simplemente, son distintas a cómo hace las cosas el resto de la gente.

Desde niños nos enseñan que todos somos iguales. NO hay mentira más grande. En el colegio nos explican que todos venimos del mono, y que somos todos iguales: payos, gitanos, blancos, negros, indios, chinos. En catequesis nos enseñaban la Biblia y nos decían que todos somos hermanos e hijos de Dios.
Repito: no hay mentira más grande.
Cada persona somos un mundo, un universo independiente de anhelos, virtudes, aficiones, sueños, deseos, manías, obsesiones… Si existen siete mil millones de seres humanos sobre el planeta Tierra, existen siete mil millones de seres totalmente independientes y diferentes unos de otros. Lo que no hemos entendido aún, tras más de miles de años de evolución, es que por muy distintos que seamos unos de otros, lo que debemos aprender es a respetarnos. A comprendernos a pesar de nuestras diferencias. A convivir unos con otros.
Es ahí en lo que fallamos. Porque seguimos discriminando lo que nos es ajeno. Lo que no podemos comprender o nos resulta extraño tendemos a excluirlo de nuestro entorno. Es ahí donde nace la discriminación.

Recuerdo un chico que estudiaba periodismo en mi clase de la facultad. Le llamaban friky, porque era un apasionado de la cultura japonesa, de los cómics manga y el anime. Lo que se denomina en la jerga como un ‘otaku’ (1). Hablaba y vestía de una forma poco habitual, y en ocasiones era capaz de abandonar una clase en medio de la explicación con el único argumento de que tenía que “ir a japonés”. Durante meses estuvo ahorrando, nos explicó, porque quería cumplir el sueño de su vida: viajar a Japón. Y al final lo llevó a cabo.

Bien, pues este chico, este “friky”, que se llevaba la palma de lo más friky que teníamos en la facultad -y mira que en Periodismo tenemos para dar y tomar-, que era blanco de todas las bromas, risas y pullas de los compañeros más… intolerantes de la clase, no llegó a terminar la carrera. Nos dejó en uno de los cursos intermedios, nunca supimos muy bien porqué, o a dónde se fue. LO cierto es que años más tarde, por casualidad, me enteré de que aquel extraño pelirrojo que dejaba las clases a medias para irse a aprender japo estaba trabajando en Alemania para una empresa de Nintendo. Y ganando un sueldazo, probablemente.
Lo que quiero decir con esta anécdota es que, por muy extraño o raro que nos parezca alguien, deberíamos tratar de comprenderlo, no discriminarlo o excluirlo de nuestro entorno solo por el hecho de que sea diferente. ¿Quién sabe si tras ese chico tímido o esa chica gótica se esconde un gran cerebro? Nunca lo sabremos si no nos damos la oportunidad de conocerlo.

Este tipo de problema lo vemos cada vez más, sobre todo entre la gente joven. Los adolescentes son cada vez más gregarios, más afanados en catalogar y segregar por tribus: los góticos, los ‘emo’ (2), las chonis, los frikys… Son incapaces de darse cuenta que todos podemos ser frikys en algún momento. Es imposible que a todo el mundo le parezcamos normal, siempre. SI es así, algo estaremos haciendo mal, seguro. Es imposible que a todos nos guste leer las famosas 50 sombras de Grey, que a todos nos encante Gran Hermano y que todos disfrutemos viendo jugar al FC Barcelona o al Real Madrid. Si eso lo entendemos, ¿por qué nos cuesta tanto entender que es posible ser diferente sin ser extraño? ¿Por qué tenemos que discriminar, catalogar, excluir o incluso insultar a quienes son distintos a nosotros?
Además, ¿no sería la vida aburridísima si a todos nos gustasen los mismos libros, las mismas películas, la misma ropa…? Seríamos como clones, como ovejas del rebaño. Y no podríamos hablar de nada, porque en todo estaríamos de acuerdo.
En la variedad está el gusto, dijo alguien. Y así me lo parece a mí.
Por eso creo que ser normal está sobrevalorado. A mí no me gustaría que al presentarme a una entrevista de trabajo pensasen de mí: “Otra periodista con un blog enganchada a Twitter. Ya lo he visto”. Porque esa soy yo, sí, pero también puedo aportar algo más, un plus, un ‘valor añadido’, como dicen en márketing. Y ese valor añadido que puedo ofrecerles yo no puede ofrecérselo nadie más. ¿O acaso todos los días se les presenta una periodista ciega, con su perro guía, que escribe un blog, está enganchada a Twitter y además se muere por demostrar su valía?
Esa es mi carta secreta. Todos tenemos algo que nos hace diferentes, que nos distingue del resto, de la masa. Nuestro valor añadido.

«Nunca olvides qué eres, porque desde luego el mundo no lo va a olvidar. Conviértelo en tu mejor arma, así nunca será tu punto débil. Úsalo como armadura y nadie podrá utilizarlo para herirte.»
(Tyrion Lannister, Juego de Tronos)

Me costó mucho trabajo entender que mi condición como persona ciega podía ser una herramienta diferenciadora en lugar de algo negativo. Fue durante las jornadas de ‘Mi primer Tweet’, organizadas por Alicia Calderón y Antonio Asensio, de ActitudMPT, en las que tuve la suerte de compartir un interesante desayuno-coloquio con profesionales de la comunicación en el que estuvimos debatiendo acerca del papel de las redes sociales y el periodismo. Se habló de la necesidad de crear nuestra marca personal y distinguirnos como profesionales, porque todo el mundo puede lanzar tweets informativos, cualquiera puede publicar cientos de tweets al día contando cosas, pero el periodista, el verdadero profesional es aquel que sabe analizar, explicar y profundizar en las causas, los porqués y las consecuencias de aquello que está publicando. Pero eso sería objeto de otro artículo…
Por no desviarme, en aquellas jornadas se habló de que para distinguirse de los cientos de comunicadores que publican en las redes sociales hoy en día, debemos diferenciarnos por encima del resto, crear nuestra marca personal, encontrar aquello que nos hace únicos. Entonces aproveché la coyuntura para plantearles una duda que hacía tiempo me venía quitando el sueño:
¿Cómo puedo hacer que se me valore como profesional por lo que cuento y cómo lo cuento sin que se fijen en quien lo está contando? Es decir, que se centren en el contenido de lo que cuento sin pensar en que quien lo está contando es Patricia, la periodista ciega.
Fueron las palabras de Jorge Francés Martín, presidente de la Asociación de la prensa de Valladolid (APV), las que perdonadme la broma, me hicieron ver la luz. Él me planteó darle la vuelta a la tortilla: ¿por qué no utilizar eso que a ti te hace diferente como un medio para alcanzar un fin? Es decir, es evidente que eres diferente, que te sales de lo “normal”, ¿no? “Entonces, ¿por qué no aprovechar eso a tu favor?”
Y ahí me di cuenta de que es cierto: amigos, ser normal está sobrevalorado.

NOTAS

1) Otaku: Término japonés para referirse a las personas con intereses obsesivos, particularmente anime, manga y videojuegos. En el mundo occidental, el término «otaku» es empleado para calificar a aquel que es fanático de la cultura japonesa.
2) Emo: Tribu urbana que suele vestirse con colores oscuros y maquillaje que simula tristeza. Tiene influencia del punk. La palabra Emo deriva de Emoción.

Soñar es la respuesta

«… Había descubierto la necesidad de la humanidad y el modo de satisfacerla. Los hombres necesitaban soñar, y él les había invitado a hacerlo, desvelándoles que el mundo era mucho más bello de lo que les mostraban sus ojos. Bien mirado, les había dado todo lo que podía darles una religión, pero sin quitarles nada a cambio. Les había regalado un paraíso con el que soñar, en el que refugiarse de los sinsabores terrenales, y lo había hecho sin arrebatarles su libre albedrío, sin obligarles a cumplir absurdas normas ni amenazarles con una condena en ningún infierno. Sí, eso era lo que Locke había hecho, y que le hubieran repudiado por ello le resultaba tan injusto como castigar a un lazarillo por describirle a un ciego una puesta de sol imposible, con colores musicales y nubes con sabor a fruta.
Hacer soñar a los demás no debería corresponder únicamente a las religiones, ni a los artistas, se dijo. No, en cada gobierno debería haber un ministerio dedicado a hacer soñar a sus ciudadanos con un mundo mejor, lleno de despachos en los que un soñador como él pudiera consolar a otros individuos regalándoles ilusiones. El mundo sería entonces, si no racional, al menos razonable…»

El mapa del cielo (Félix J. Palma)

El hombre de los macarrones

Tengo un vecino… Bueno, no. Tengo un amigo, Jorge, que es vecino mío, con el que me llevo genial. Desde hace poco más de un año, por circunstancias varias que no vienen al caso, Jorge se ha convertido en casi un hermano para mí y para mi pareja. Él vive solo, con su gatito blanco, precioso, que es sordo. Curiosamente, su gato se lleva bien con Brilyn, mi perra guía. No es que se revuelquen juntos por el suelo cada vez que se ven ni nada por el estilo, al fin y al cabo, un gato es un gato, y por muy cariñoso que sea, siempre será reservado comparado con un perro. Pero sí que beben juntos del mismo plato, juegan al escondite, y se toleran respetuosamente. Pero de esta relación gatoperruna os hablaré otro día. O quizás no, ya veremos 😉

En realidad, lo que quería contaros es que mi vecino Jorge y yo compartimos un montón de confidencias. Cada vez que a él le pasa algo curioso me llama, me lo cuenta, y juntos diseccionamos y analizamos la jugada, y viceversa.

El caso es que hace un par de semanas, Jorge me llamó todo indignado, para contarme una situación surrealista que le había ocurrido a un amigo suyo.

Era un día normal. Su amigo había ido a hacer la compra. Mientras estaba en la cola para pagar (una cola repleta de gente, por cierto), un señor de mediana edad, sin mala pinta, un hombre de familia, se acercó con su carrito, en el cual sólo llevaba un par de cartones de leche, varios paquetes de macarrones y tomate frito. Entonces el señor se dirigió a la gente que esperaba en la cola, suplicando: “Por favor, ¿podrían darme una pequeña ayuda para comprar estos productos? Sólo voy a comprar lo que ven aquí, nada más. Es para dar de comer a mis hijos. YO no tengo trabajo y les tengo en casa conmigo, pero no puedo pagar la comida. ¿Podrían dejarme lo justo para pagar esto?”

Las personas que estaban allí y que le escucharon perfectamente, comenzaron a mirar al suelo, o a inspeccionar con atención el brillo de sus zapatos. Otros directamente miraban hacia otro lado, o al techo, desconcertados. Nadie sabía qué hacer o cómo reaccionar, hasta que el amigo de Jorge, sorprendido por la actitud pasiva de estas personas, comenzó a decirles que si no tenían vergüenza, que aquel señor sólo estaba pidiendo algo de dinero para dar de comer a sus hijos, que no se lo iba a gastar en drogas ni en nada raro, que le parecía increíble que nadie se ofreciese a darle lo más mínimo. Cada vez más indignado y asqueado, les gritó que si no fuesen tan egoístas, tal vez la gente no tendría que llegar a esos extremos, que deberíamos ser más solidarios entre nosotros, y que si ponían 50 céntimos cada uno (¡50 céntimos!), seguramente le llegaría de sobra a ese señor para llevarles la comida a sus hijos.

Al final, a algunos se les removió la conciencia y sacaron unas pocas monedas sueltas, y entre todos, y el resto que lo puso el chico indignado, juntaron los 4 euros y pico que le iba a costar al hombre comprar la comida para sus hijos.

Como veis, la historia tuvo un final feliz. O bueno, digamos que un poco menos triste, gracias a este chico que se indignó y agitó la conciencia de esas personas, que desconcertadas, pretendían mirar hacia otro lado, sin prestar la menor ayuda y sin parpadear ante la desgracia del hombre de los macarrones.

Cuando mi vecino Jorge me lo contó el otro día, lleno de rabia e indignación, me confesó que le había sorprendido el egoísmo de aquellas personas. ¿Acaso no se daban cuenta de que cualquiera de nosotros podemos acabar en una situación similar? Hoy tenemos trabajo y cobramos nuestro sueldo a fin de mes, pero ¿qué ocurriría si mañana nos quedásemos sin ese trabajo? ¿Y si no pudiésemos cobrar el paro? Cualquiera de nosotros podemos vernos en esa misma situación, no es tan imposible. Por desgracia, hoy no.

Otra cosa que le sorprendió a Jorge, tan buenazo como siempre, es que aquellas personas se hubiesen mostrado tan asombrosamente egoístas, que ni fueron capaces de sacar voluntariamente un euro, o unos céntimos, para ayudar entre todos a este buen hombre. Incluso viendo ante sus propios ojos lo que el señor iba a comprar, es como si no se fiasen, como si no se creyesen que el señor fuese a invertir el dinero en algo tan sencillo como la comida de sus hijos. ¿Tan desconfiados nos hemos vuelto? ¿Tan fríos e insensibles que no lo creemos aunque lo tengamos delante? ¿En qué clase de sociedad nos hemos convertido? Si ni siquiera somos capaces de desprendernos de unos míseros céntimos para ayudar a una persona que los necesita con más desesperación que nosotros, ¿qué clase de personas somos?

Esta historia fue real. Ocurrió en el súper del barrio del amigo de Jorge, pero perfectamente podría haber ocurrido en vuestro barrio. Quizás en estos momentos algunos de vuestros vecinos, de vuestros amigos, alguien que conocéis y que no está tan lejos como pensáis lo está pasando tan mal como el hombre de los macarrones. Y tal vez, como le pasó a él, nadie quiera echarle una mano, y necesite al chico que se indigna y que agita la conciencia de los demás. Puede que vosotros mismos seáis ese chico, o puede que alguna vez hayáis necesitado que os ayuden a comprar vuestros macarrones. O tal vez, ahora os estéis dando cuenta de que en algún momento habéis sido esas personas que miraban al suelo incómodas, y habéis necesitado que alguien os abriese los ojos.

¿Os habéis encontrado alguna vez en una situación similar? ¿Habéis sentido vergüenza de las personas que os rodeaban por haber sido incapaces de ayudar al hombre de los macarrones? ¿Alguna vez habéis sido como ese chico indignado y avergonzado de esta sociedad egoísta?

Palabras negras

Hombres que se matan entre sí en guerras absurdas; bombas que destrozan ciudades enteras; luchas de poder; políticos corruptos; oro negro que provoca la muerte entre los hombres; armas, fuego, el hombre contra el hombre; el dinero, los mercados, el hambre, la sed; niños muriendo; madres matando; padres violando; mujeres degradadas; valores perdidos…
Muerte, dolor, destrucción, crisis, crisis, crisis.
Palabras siniestras, oscuridad por todas partes. Veo los telediarios cada día, con la esperanza de vislumbrar un mundo mejor, pero solo escucho sombras.
¿Qué clase de mundo les espera a nuestros hijos? ¿Es que no hemos tocado ya fondo? ¿Qué mundo vamos a dejarles?
Esto tiene que empezar a cambiar.
Si el ser humano es capaz de algo, es de cambiar, y ahora debemos hacerlo.
Si conseguimos sacar de la tierra a 33 personas a las que se daba por perdidas, si podemos hablar en tiempo real con alguien que se encuentra a miles de kilómetros, si podemos hacer que nuestra huella llegue a la Luna, ¿por qué no podemos solucionar esta situación?
Podemos, y debemos hacerlo. Porque si no, no habrá nada que dejarles a nuestros hijos. Y no sé ustedes, pero yo quiero que mis hijos vivan en un mundo mejor que el mío.