Aquel día sufrí un flechazo

Nuestro primer encuentro fue ya un auténtico flechazo.

Yo esperaba nerviosa en la habitación 28 de la escuela de Leader Dogs for the Blind, Rochester, Michigan, a que llamasen a la puerta y me anunciasen tu llegada. Llevaba tres años aguardando aquel momento. No. En realidad, llevaba toda la vida soñando contigo. Y por fin aquella mañana de octubre, mi sueño de tantos años iba a convertirse en una realidad palpable.

Y tan palpable.

Tan solo conocía tu nombre (hacía 10 escasos minutos que me lo habían dicho), además de tu edad y el color de tu pelo.

Nervios. Cada vez más nervios.

Sostenía un par de galletas en la mano, a modo de talismán y al mismo tiempo de ancla. No podía creer que aquello por fin fuese a ocurrir. No necesité pellizcarme, porque sabía que el momento era muy real. El calor de la habitación, las voces en el pasillo, los pasos, las risas.
Y de pronto, los esperados toques en la puerta.

Y pronuncié tu nombre por primera vez. Alto, claro y con decisión. Llena de emoción y nervios, pero ansiosa por conocerte.

Y entonces ocurrió.

Entraste corriendo en la habitación, te abalanzaste sobre mí como un torbellino de pelo, con una lengua húmeda que pretendía conocerme, registrar mi olor y mi sabor por primera vez.

Te di la primera de las galletas, y con los nervios, me la arrebataste sin miramientos. Creo que estabas aún más nerviosa que yo.

¿Dónde estabas? ¿Y por qué de pronto te dejaban en aquella habitación con aquella extraña chica que no hacía más que gritar de alegría y decir tu nombre?

Querías salir, investigarlo todo. Volver con Randy, el que había sido tu mentor y tu humano favorito en los últimos meses. ¿Por qué se había ido Randy y te dejaba allí?

En la siguiente hora y media que pasamos juntas, no paraste de moverte, de jadear nerviosa, de temblar, jugar, oler y lamerme entera.

Te di la segunda galleta. Ya no recuerdo en qué momento, ni si la cogiste con más delicadeza de mi mano. Solo recuerdo que ambas estábamos exhaustas y muy nerviosas.
Tú, porque no sabías que vendría a continuación. Yo, porque acababa de sufrir un flechazo.
Tú, que te preguntabas qué se esperaría ahora de ti. Yo, tratando de convencerme de que eras real.

Y entre revolcones, lametazos, nervios y un torrente de emociones, la certeza de que desde aquel momento, desde aquel día, mi corazón te pertenecería para siempre.

Ahora, cuatro años después de aquel mágico instante, aún se me pone la piel de gallina al recordarlo. Creo que si tuviera una máquina del tiempo y pudiera viajar hacia donde quisiera, o me dieran a elegir revivir un día de mi vida, sin duda regresaría a aquella mañana de octubre, en la habitación 28 de la escuela de Leader Dogs for the Blind, Rochester, Michigan.

Y volvería a entregarte mi corazón.

Porque quien no tiene un perro en su vida, no sabe lo que es el amor sin condiciones.

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Y tú, ¿cómo lo ves?